LA CALLE EN LA QUE MEABA QUEVEDO
El Siglo de Oro es un período inigualable en nuestra historia. Las mejores letras y el mejor arte español coincidieron con la hegemonía militar de España en los campos de batalla europeos.
Tipos como un tal Cervantes, un tal Lope o un tal Góngora —por poner algunos ejemplos— eran vecinos y compartieron barrio en un Madrid que era entonces capital del mundo.
Pero ese esplendor cultural, en el que las armas y las letras iban de la mano, tuvo también su rostro sombrío. Las mancebías y prostíbulos eran muy frecuentados, el juego en las tabernas era una costumbre, y la noche madrileña, con sus calles sucias, mal iluminadas y con duelos a la orden del día, era tenebrosa y peligrosa.Alguien impregnado de la genialidad y la irreverencia de su época fue don Francisco de Quevedo. Mordaz y punzante, Quevedo es una de las mejores plumas de nuestra historia.
Pero don Francisco no vivía al margen de su tiempo, y gustaba de participar en los vicios de la sociedad madrileña y española de entonces. Fumador empedernido y bebedor insaciable, frecuentaba las tabernas y las mancebías más que su propia casa.
Ya dijimos que las calles de Madrid no destacaban por su pulcritud. La gente tenía la costumbre de orinar en la vía pública después de sus noches de parranda. Quevedo tenía una calle favorita para llevar a cabo semejante tarea: la calle del Codo.
En cierta ocasión, después de una noche seguro que no moderada, nuestro héroe se dirigió a su calle predilecta para dar salida por la uretra a lo que horas antes había entrado por la boca.
Al llegar, se encontró con que los inmuebles en los que estaba acostumbrado a mear tenían una cruz con un mensaje. Y es que los vecinos de Madrid, cansados de que les orinasen las puertas y las fachadas de sus casas, ponían cruces e imágenes de santos en ellas con fines disuasorios. El escrito decía lo siguiente: «Donde se ponen cruces, no se mea».
Quevedo, tan descarado e irreverente, desenfundó la pluma, muchas veces más letal que la espada, y respondió con su característico ingenio: «Donde se mea, no se ponen cruces».
Pero don Francisco no vivía al margen de su tiempo, y gustaba de participar en los vicios de la sociedad madrileña y española de entonces. Fumador empedernido y bebedor insaciable, frecuentaba las tabernas y las mancebías más que su propia casa.
Ya dijimos que las calles de Madrid no destacaban por su pulcritud. La gente tenía la costumbre de orinar en la vía pública después de sus noches de parranda. Quevedo tenía una calle favorita para llevar a cabo semejante tarea: la calle del Codo.
En cierta ocasión, después de una noche seguro que no moderada, nuestro héroe se dirigió a su calle predilecta para dar salida por la uretra a lo que horas antes había entrado por la boca.
Al llegar, se encontró con que los inmuebles en los que estaba acostumbrado a mear tenían una cruz con un mensaje. Y es que los vecinos de Madrid, cansados de que les orinasen las puertas y las fachadas de sus casas, ponían cruces e imágenes de santos en ellas con fines disuasorios. El escrito decía lo siguiente: «Donde se ponen cruces, no se mea».
Quevedo, tan descarado e irreverente, desenfundó la pluma, muchas veces más letal que la espada, y respondió con su característico ingenio: «Donde se mea, no se ponen cruces».


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